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Festival de Cine de Autor de Barcelona (II)

Casi hemos llegado al final de la edición del Festival de cine de autor de Barcelona, pero siempre es un placer topar con obras valientes, más en un momento contextual tan límite políticamente alrededor del mundo como en el que nos encontramos ahora. Está claro que el público clama al cielo por este tipo de obras pero más claro aún es que los autores necesitan crearlas. La motivación existe, las ganas de denuncia son clarísimas y de ellas surgen películas como Mountain, dirigida por una israelí llamada Yaelle Kayam que llega decidida a criticar el conservadurismo imperante en su país y a defender con uñas y dientes la posición de la mujer en él.

Mountain relata un pasaje en la vida de Zvia (Shani Klein), una judía ortodoxa que vive con sus 4 hijos y su marido al pie del Monte de los Olivos en Jerusalén. Zvia cocina, limpia, despierta y acuesta a sus hijos y no habla ni discute demasiado; no tiene un físico perfecto, tiene miedo a los ratones y una adicción por el tabaco de liar que solo muestra en público si su marido no está presente. Es una perfecta esposa y ama de casa, siempre y cuando su marido no se entere de su amistad con el obrero árabe encargado de cuidar las lápidas del cementerio. Zvia es, inevitablemente, el perfecto reflejo de una sociedad entera abanderada por la soledad, el silencio y la sumisión de la mujer. Una noche, una de tantas en las que su marido no está en casa, Zvia sale a fumar entre las lápidas del cementerio. Allí, descubre un mundo de libertinaje totalmente desconocido para ella. Un mundo que le llevará a reflexionar sobre su vida como mujer, como individuo y sobre posición en un matrimonio que, como el Monte, sufre de abandono, soledad y dejadez.

Mountain no solo se confirma solo como un acto de rebeldía hacia las infinitas trabas que encuentra la mujer en la sociedad que retrata, sino también como una clarísima manifestación, un grito al cielo, que nos arrastra inevitablemente al pensamiento de que quizá matar al pecador y no al pecado, no sea tan terrible como parece. Una obra imperdible que expone el concepto de la fe y todo lo que ella arrastra.

Mountain

Y fue jornada de soledad en el D’A, tras Mountain tuvimos la oportunidad de visionar la chileno-argentina Las Plantas, de Roberto Doveris que dirige y escribe la historia de Flor, una adolescente que se ve obligada a cuidar de su hermano que se encuentra en estado vegetativo y al que empieza a leerle un cómic llamado como la película, Las Plantas, en cuyas páginas se cuenta cómo las plantas por la noche se adueñan y viven del cuerpo de los humanos. El género fantástico y el realismo se entremezclan sin un rumbo fijo en esta extraña ópera prima cuya manufactura comienza buscando EL plano (especial apunte a ese plano imposible de la puerta y el espejo) para luego evolucionar hacia lo más personal de los personajes con la búsqueda de primerísimos primeros planos tanto de rostros como de cuerpos desnudos que, lejos de resultar desagradables guardan cierta belleza. Y es que Flor explora su adolescencia y su sexualidad invitando a chicos desconocidos a que vengan a su casa y dejándolos en la puerta sin entrar mientras los observa tras la puerta de cristal. Un gesto que tan nerviosos pone a los jovencitos, como al espectador. Y es que la transformación de Flor llega a hacerse un tanto pesada y tan atractiva como un arbusto. Aún así, es innegable que hay cierta belleza en Las Plantas, aún le queda a Doveris trayectoria para extraer todos esos puntos positivos que se atisban de su narrativa. Pero por favor, que no cambie jamás de director de fotografía.

 Las-plantas

Sutil, inteligente y real como la vida misma, así es nuestra última recomendación y no por ser última es menos importante. La francesa Rachel Lang se estrena en el cine la historia de Ana, una joven de 26 años cuya pasión confesa destacable es su abuela. Ana no tiene trabajo fijo, tampoco muchas amistades y vive como puede buscando la emoción que le proporciona robar un coche de alquiler o superar el límite de velocidad permitido. Entre trabajo y trabajo, Ana tan pronto organiza alguna que otra fiesta con su único amigo (con el cual mantiene una especial relación) como construye una ducha de fácil acceso para su abuela.

Puede que Baden Baden no se caracterice por tener una portentosa narración llena de puntos de giro inesperados, una fotografía portentosa y unos diálogos grandilocuentes. Lejos de todo ello, la película de Rachel Lang apuesta por la sobriedad en la puesta en escena (a excepción de alguna otra secuencia onírica), apuesta por una historia de vida, por un personaje principal interpretado con una frescura y una naturalidad de quitar el hipo y un secundario también un tanto maravilloso. Eso le basta y le sobra a Rachel Lang para contar esta historia de búsqueda de madurez que tan pronto te golpea el alma como te sonsaca una sonrisa de oreja a oreja. Una historia modesta, sí. Y tan sencilla como real. Tan simple como honesta. Un puñetazo de realidad que respira franqueza por todos poros.

 Baden-Baden

 

 

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