Tras llenarse las manos de fama abrumadora ante las cámaras, decidió coger esa experiencia y transformarla en historias que contar. Igual de querido en ambos mundos. Una trayectoria corta dentro de la dirección pero que le ha valido para ganar el pase a un selecto grupo. Aquel en el que se encuentran figuras de la talla de Woody Allen, Clint Eastwood o Robert Redford: el de aquellos (brillantes) actores-directores que han ganado un Oscar a «Mejor Dirección». Y lo tiene merecido con creces gracias a su clara valentía de narrar aquellos aspectos de los relatos que pensamos que conocemos, pero que en realidad solo tenemos una ligera idea. El astuto y camaleónico Gibson que no consigue dejar a nadie indiferente.
Su debut llega con El hombre sin rostro (1993), la historia de un joven llamado Chuck cuyo único objetivo en su vida es el de entrar en la academia militar. Ante la falta de apoyo de su familia y sus notas deplorables, conocerá a un extraño hombre, con la cara desfigurada, que le ayudará a cumplir su sueño. Una entrada por todo lo alto que sorprendió a la crítica por saber demostrar la crudeza de la madurez frente a la fragilidad de los niños.
Pero si hay un título que convive (y convivirá para siempre) en el colectivo imaginario es Braveheart (1995). Una oda a la libertad, al amor y a la venganza que se enmascara en la verdadera historia de William Wallace, el héroe nacional escocés. Tal fue su repercusión que le ganó cinco premios de la Academia, entre los que se encuentran el de Mejor Director, Mejor Película y Mejor Fotografía. Y es que esta película supuso un antes y un después dentro del cine bélico, que mostró una parte mucho más emotiva y cercana a los sentimientos que el mero hecho de la lucha por la lucha.
Un guión marcado por un ritmo abrumador, pero que llega a lo más hondo del espectador. Porque existe una capacidad innata dentro de Braveheart que mezcla la brutalidad frente a la delicadeza. Todo ello, acompañado de una banda sonora que regala los oídos, dirigida por el gran James Horner (Alien, Una mente maravillosa, Titanic) y que se convertirá en eterna para muchas generaciones.
Si Mel Gibson no se había empapado del éxito todavía, le quedaba la llegada en 2004 de La Pasión de Cristo, reconocida por algunos expertos como la película más controvertida de todos los tiempos después de la La Naranja Mecánica. En ella se nos relata las últimas horas de Jesús y su penitencia llevando la cruz, según los Evangelios de la Biblia. A pesar de la división de opiniones y de las críticas que se enfocaron en él por el alto contenido de violencia, ganó 22 premios y fue candidata a otros trece. Un reflejo del puro dolor y sacrificio de una persona que, en el fondo, solo quiere transmitir amor, esperanza y perdón.
En su línea de la crudeza de las historias que elige, le toca a Apocalypto (2006), una película que hace referencia a la llegada de los españoles al continente americano. Ambientada en 1511, nos demuestra algunos de los peores actos que se hicieron, por entonces, en nombre de los «dioses» o la cultura de los pobladores. Una metáfora que nos viene a decir la poca relación que existe entre modernidad y civilización. De hecho, la mayoría de veces es todo lo contrario.
Un director que ha abrumado con sus palabras y sus historias. Capaz de crear polémica por hablar de lo que muchos no han querido o ni siquiera se han atrevido. Mel Gibson ha sido capaz de enfocar la cámara con un gran coraje y, al mismo tiempo, con ese toque especial que lo hace cercano. Porque esta es una de las cosas que más se aprecian de él: que todo lo que cuenta es pura realidad (en su totalidad o en pequeñas partes).
Y porque siempre podrán quitarnos la vida, pero jamás nos quitarán… ¡la libertad!