La vida de Icare transcurre entre las cuatro paredes de una habitación con vistas, un pequeño cuartucho superior desde el cual puede hacer volar su adorada cometa. Icare nunca conoció a su padre, pero conserva un dibujo de él en su cometa, como si fuera un tesoro. Entre los juguetes del niño de 9 años, además de la mencionada cometa, hay decenas de latas vacías de cerveza con las que construye castillos. El pequeño de ojos enormes y pelo azul convive con una madre alcohólica (que le proporciona latas vacías todo el tiempo) y agresiva; una madre que vive pegada al televisor y que llama a su hijo despectivamente “Courgette” (Calabacín).
Tras matar accidentalmente a su ebria progenitora, Courgette es trasladado al orfanato de Les Fontaines, donde es obligado a empezar de cero y a convivir con otros niños que, como él, rondan los 10 años y también han conocido bien las amarguras de la vida a sus cortas edades. Las drogas, la cárcel, las enfermedades mentales o los abusos a menores son solo algunas de las razones por las que Simon, Jujube, Ahmed, Beatrice, Alice y Camille pasan sus días en Les Fontaines, a la espera de poder volver a sus casas algún día o de que alguna familia quiera cuidarlos.
Les Fontaines es el escenario escogido por el director Claude Barras (con guión adaptado por Céline Sciamma –Tomboy, Girlhood-) para exponer la crueldad del mundo. Una crueldad que se nos presenta entre cuatro paredes, con la única presencia de estos niños y sus brutales historias de vida. Les Fontaines se dibuja por sí mismo como un lugar de soledad, de maltratos, de tristeza, pero frente a todo pronóstico, este orfanato es un lugar de paz, de aprendizaje, de tolerancia y de reconstrucción de todas las fracturas que acarrean los pequeños. Unas heridas que obviamente hacen aparición en esta historia, aunque lo hagan tímidamente. Y es que Ma vie de Courgette no funciona como película dramática, pese a su rotunda temática. Es, por el contrario, una historia llena de optimismo; un filme del que se sale con el marcador de ánimos en el sol más alto (me entenderá el lector cuando vea la película).
Todo le acompaña al director suizo para que su ópera prima en largo consiga ser una maravilla. Sin dejar de lado el fondo, no podemos obviar que la forma también es absolutamente perfecta: especial mención a las voces de todos y cada uno de los pequeños, tan entrañables como puramente naturales. Tan reales que cuesta demasiado no empatizar con todos ellos, no mirar a través de sus enormes y llamativos ojos y apreciar su dolor o también su alegría, como si fuésemos uno de ellos todavía. ¿O es que quizá lo somos?
El pequeño Courgette quiere seguir siendo Courgette, y no Icare, porque es uno de los dos únicos “recuerdos” que conserva de su madre; el otro es una lata de cerveza vacía. Mantener el calificativo significa seguir de alguna manera volando su cometa en la ventana de su cuarto, ser feliz frente a la adversidad, enfrentarse a los traumas y superarlos. Aprender de las experiencias de la vida. Crecer. “Querer a la vida por lo que es”, citando a Virginia Woolf, con sus más y sus menos, con sus recuerdos dolorosos, con las cicatrices, los remiendos y las heridas que no acaban de sanar, pero con las que aprendes a convivir.
Ma vie de Courgette es toda una declaración de intenciones acerca de que la soledad no es jamás completa si uno mismo así no lo busca. Un relato bellísimo que retrata el sentimiento de culpabilidad como el mejor aliado para la construcción de lazos familiares o de amistad. También una historia acerca de la valentía infinita que nos invade cuando somos niños. La valentía inconsciente que ojalá nunca perdiéramos.
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