Hay directores capaces de reflejar la realidad del mundo y su día a día como si de un espejo se tratase. Una manera certera, veraz y, muchas veces crítica, de enseñar algo sin pelos en la lengua. Pero, ¿qué ocurre cuando uno es capaz de ir más allá? Traspasar la fina línea entre el mundo de los sueños y el real; convertir la metáfora en verdad, en secuencias de pensamiento ininterrumpidas. Un golpe de lo que es, aunque no nos gustaría, porque es demasiado crudo y te abre demasiado los ojos. Un letrado con cámara. Porque sí: los poetas también saben hacer cine.
Comienza su andadura a principios de los 90, al frente de Protozoa (1992), un título menor que le valió para dar sus pequeños primeros pasos dentro del mundo cinematográfico. Seis años más tarde, la gran pantalla se cruzará de nuevo en su camino, muy unido de las matemáticas y la física; lo que dará un resultado de grato gusto: Pi, fe en el caos (1998). Como todo un homenaje al ambiente underground, la película profundiza en la mente de Max, un matemático a punto de decodificar el número que rige el caos de este mundo. Será aquí cuando se muestre, por primera vez, la cruda visión de la realidad que Aronofsky quiere reflejar al mundo
Punto, que de hecho, se verá acentuado con su primer gran obra, Requiem por un sueño (2000), uno de los títulos de culto por antonomasia. Protagonizada por Jared Leto y Jennifer Connelly, el filme supone una comitiva de emociones sin filtro. El espejo feo, desquebrajado y antiguo de una vida interior que quedo rota hace tiempo. Sobrepasa el mundo de las drogas, la heroína y sus efectos y se sumerge en el desencanto de las emociones y lo vívidas que pueden llegar a ser en cada poro de tu cuerpo. Tanto para bien, como para mal.
Bajo este halo de genialidad, la marca propia y el estilo de Aronofsky (con influencia de Roman Polanski, David Lynch y Akira Kurosawa) se van asentando y creando su pequeño espectador. Uno que se quedará alucinado, boca desencajada y mente en panorámica, con La fuente de la vida (2006); y, al mismo tiempo, encogerse de corazón bajo la narrativa del fracaso de toda una con El luchador (2008), narrativa que le ganó la friolera de dos Globos de Oro (entre ellos mejor actor a Mickey Rourke) y un Bafta.
¿Se encontrará, entonces, después de esta ascensión sin premeditación ni desenfreno una piedra en el camino que le impida seguir? Muy al contrario de lo que se puede pensar: no. Y es que 2010 le tenía preparada la película que lo puso en boca de todo el mundo. Exacto, hablo nada más y nada menos que de la joya contemporánea Cisne Negro.
Protagonizada por Natalie Portman, Darren Aronofsky decide reformular todos sus anteriores caminos en uno: la lucha por el éxito, la codicia, la muerte y la locura. De esta forma, los diversos pilares de Nina se establecen en una narrativa perturbadora e inquietante, cuyo avance resulta indescriptible para el espectador y una delicia para la mente. Una poesía hecha imagen que baila entre las partituras de una melodía que rompe el cielo. Tal fue la respuesta de público y crítica, que Cisne Negro recibió 5 nominaciones a los Premios Oscar, del cual fue ganador de ‘Mejor actriz’ para la indiscutiblemente brillante Natalie Portman.
Finalmente, 2014 nos traerá la que, hasta ahora, ha sido uno de sus títulos menores a pesar de la gran producción que hay sobre ella: Noé, basada en los escritos del Arca de Noé relatados en el Antiguo Testamento.
Una trayectoria que nos demuestra, como he nombrado antes, su capacidad cuasipoética a la hora de enfocar una historia. Un director que, aunque no sea para todo el mundo, el que lo adore lo hará para el resto de su vida. Porque tanto sus enseñanzas como sus música perseguirán a aquel que devore su filmografía como si un caramelo se tratara. Un artista del que se disfruta, en mayúsculas, al mismo tiempo que se sufre por lo destrozado que vaya a quedar uno mismo.