David Fincher no es el primero, ni será el último, de la oleada de directores, actores o actrices que han decidido fijar su mirada en la televisión y en sus variopintos formatos y posibilidades de consumo. Las -ya no tan- nuevas plataformas han traído consigo una infinidad de contenidos inabarcables para el espectador medio e incluso para los aventajados. Tampoco es el primero, ni será el último, en poner todos sus esfuerzos en hablarnos de asesinos en serie en televisión: The Fall, Hannibal, True Detective, Dexter… dan buena cuenta de ello.
El cine no ha muerto, no seamos derrotistas; el mundo del celuloide sigue dándonos grandes historias, aunque sí que podemos asumir que de alguna manera lo cierto es que (y a la vista está) muchos de los grandes papeles actuales y muchas de las grandes historias se pasean hoy por los canales y plataformas de la pequeña pantalla. Mindhunter es una de esas pequeñas grandes historias. Y con el aval de Fincher a las espaldas (The Game, El club de la lucha, Seven o Zodiac, de la que bebe en gran parte Mindhunter) poco más hace falta para darle una oportunidad.
Mindhunter nos sitúa en la década de los 70, una etapa extraña y con muchos cambios en la sociedad estadounidense, una época llena de inseguridades y de pensamientos oscuros: los del final de la Guerra de Vietnam. Con este contexto de la mano, y dos personajes principales interpretados magistralmente por Jonathan Groff y Holt McCallany, Fincher se mete de lleno en los despachos del FBI (concretamente, en el sótano -¿algún fan de X-files en la sala?-) para desmenuzar la psicología de varios asesinos de la época, analizando mediante entrevistas personales con ellos, las razones por las que cometieron sus crímenes.
Sí. Nos encontramos ante una serie que no cuenta con absolutamente ningún caso “por resolver”, en la que el ‘cliffhanger’ prácticamente no existe (al menos no como lo conocemos hoy en día) y en la que los tres personajes principales (a los dos mencionados se suma el interpretado por Anna Torv) hablan básicamente de psicología y apenas comparten un par de conversaciones “íntimas” entre ellos. Fincher se toma su tiempo en la presentación de los dos personajes que nos acompañarán durante toda la serie (de hecho, Anna Torv no hace aparición hasta el tercer episodio siendo también protagonista) porque sabe que la cocción a fuego lento siempre funciona mejor que apresuradamente.
Esto es algo que de por sí ya llama la atención, más ahora que vivimos en un mundo en el que el consumo se ha convertido en algo rápido, del momento; en un mundo en el que los primeros 30 segundos de un vídeo marcarán la diferencia para que tu público se quede o salte al siguiente vídeo. Mindhunter es una serie totalmente atípica en ese sentido, escrita (brillantemente por Joe Penhall) por y para ponernos a prueba indudablemente, tal y como hacen Holden y Bill con sus asesinos, precisamente para saber hasta dónde podemos llegar. Y es ahí donde radica su genialidad.
La apuesta por un formato indiscutiblemente cinematográfico en cuanto a forma le dan tregua a Fincher para seguir contándonos las historias que él quiere contar y de la manera que él quiere hacerlo. Tanto le da igual el formato televisivo que, inexplicablemente, nos encontramos con un capítulo con una duración de 34 minutos frente a los 45 que duran todos los demás. Tanto da.
Mindhunter es el regalo de un enamorado del cine a todas esas personas que desafían de alguna u otra forma el ‘binge watching’ (aunque se haga igual), un regalo para los de la ‘old school’ y para los que disfrutan de los capítulos llenos de información, aunque sean densos. Llenos de detalles, aunque sean aparentemente insignificantes. Un regalo para esos seres mitológicos que aún aprecian un diseño de sonido tan bien tratado. Y también para los que aprecian un personaje bien construido, se necesite el tiempo que se necesite para ello.
Allí donde acaba la vida de una víctima, Mindhunter comienza a construir la humanidad de sus personajes, ya sean agentes del FBI, psicólogos, sociólogos o… asesinos. ¿Lo notan? Sí, es la incomodidad que nos crea empatizar por un segundo con una persona que le ha quitado la vida a otra.
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