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‘Call Me By Your Name’: bodegón de un primer amor

Como si de un bodegón se tratase, Luca Guadagnino nos traslada a la mágica Italia de los ochenta, a su verano y a su calor, a sus árboles frutales y a sus pequeños y encantadores pueblos que vuelven a llenarse de alboroto en los veranos durante las fiestas populares.

Allí, en una espectacular villa de tamaños mastodónticos, residen durante la época estival el jovial Elio (Timothée Chalamet), sus padres y dos personas de servicio que casi forman parte de la adinerada familia. El estío de Elio transcurre entre baños en la piscina o en los lagos locales con amigos, y transcripciones musicales de canciones clásicas, hasta que a la villa llega Oliver (Armie Hammer), un más que apuesto estadounidense que viene a ayudar en la investigación del padre de Elio (Michael Stuhlbarg), que resulta ser historiador de arte y profesor de arqueología especializado en el periodo clásico. Más tarde que pronto, Elio y Oliver comienzan a sentirse atraídos y el bodegón de Guadagnino pronto se transforma en una pintura clásica repleta de torsos desnudos, de sensualidad, de calor y de casi dolorosa naturalidad.

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Call me by your name es una película inundada de relaciones. No solamente entre nuestros dos protagonistas (aunque una vez dentro de la historia, solamente nos interesen ellos) sino entre Elio y su dulce amiga del pueblo, o incluso entre Oliver y otra de las jóvenes del grupo. No hay lugar a dudas de que estamos ante una historia de primeras veces, de despertares sexuales y, en un fin, de descubrimiento personal. Estamos ante una historia de fueras a dentros, de menos a más. En ese sentido, estéticamente Guadagnino conduce su historia enfocando y desenfocando secuencias, lugares, personas… momentos. Así, a medida que vamos conociendo más de Elio y Oliver y, por lo tanto, de su relación, la narrativa visual va evolucionando hasta convertirse en un primer plano que no hace sino contrastar con las primeras imágenes de la cinta: planos generales que contextualizan el lugar en el que transcurrirá la historia.

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Sin embargo, aunque esas decisiones formales se me antojen altamente perspicaces y más que acertadas, me aventuraría a decir que lo más importante de Call Me By Your Name radica fuera de lo formal. Y es precisamente eso de lo que veníamos hablando líneas más arriba: su absurda naturalidad, su facilidad para dejar fluir la historia sin ningún tipo de ataduras y, sobre todo, la espontánea construcción de ese duplo tan admirable como -casi- utópico que acompaña a Elio en su camino hacia la madurez: sus padres. Unos padres cultos, compañeros de vida, unos padres que podríamos imaginar años atrás siendo los mejores amigos del mundo, leyendo libros bajo los árboles del norte de Italia y contagiando al mundo de su facilidad para encarar la vida, sea como sea.

Unos padres que, quizá, nunca sintieron amor, o sí. Pero lo que sí que jamás dejaron de sentir es admiración mutua, admiración por los demás (queda clara su idolatría hacia Oliver) y admiración ante la vida y el arte. Ese encandilamiento se extiende por supuesto a su hijo, que es simplemente su hijo, sin importar nada más. Y es que en este sentido Call Me By Your Name es toda una declaración de intenciones: la admiración, la comprensión y la empatía, son los primeros -y casi únicos- pasos para un amor sincero. El guión de Ivory y Guadagnino, basado en la novela homónima de André Acima, no deja lugar a dudas con ese discurso paternal totalmente esclarecedor cerca del final de la cinta, que acaba de romperte el corazón en mil pedazos.

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Me cuesta pensar en Call Me By Your Name sin trasladar su potente mensaje a mi propia historia personal, pero ¿quién no ha vivido ese fulgor adolescente, ese amor de verano, que le hizo madurar de repente? Me cuesta pensar en Call Me By Your Name como un fenómeno aislado o como una simple historia de amor. Y es que Luca Guadagnino ha hecho una película tan suya y, a la vez, tan mía, y también tan universal, que es imposible no abrazarla como si fuera nuestro propio recuerdo; aquella y aquella otra ausencia y en definitiva todas esas ausencias que nos han llevado a tener la piel un poquito más dura cada vez.

La madurez casi siempre viene acompañada de una profunda melancolía pero lo cierto es que si sólo supiéramos llorar de felicidad, ni siquiera seríamos capaces de descubrir nuestro propio sentido de la vida. Me conmueve la gente que ve las estaciones pasar por delante de sus ojos sin inmutarse, como si de un time-lapse se tratase. Se les olvida que, cueste lo que cueste superarlos, todos los golpes nos hacen aprender. Todos. Sin excepción. Y así es Call me by your name: reveladora, consoladora y también angustiosa. Pero lo cierto es que a veces es más sano llorar ante una hoguera que apagar su llama.

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