Para hacer de este relato un relato sonoro, dale al play antes de empezar a leer:
Llevo mi casa a cuestas.
Es una de esas estadounidenses de estilo colonial y está situada en lo alto de una colina, pero el glamur brilla por su ausencia: las vigas se han astillado y he pintado la madera del porche de tantos tonos que las tablas ya no saben si recibirme con crujidos cantarines o melancólicos al sentir mis pisadas.
Llevo mi casa a cuestas.
No hay sitio para colgar el abrigo o dejar los zapatos, lo admito, lo dejo todo por el suelo en cuanto cruzo la puerta. Le doy al interruptor y la música empieza a sonar. No me gusta el silencio, no me gusta y ya está. Puede que si tienes suerte, suene la canción de mi nueva obsesión. La escucho en bucle y, como una esponja, voy absorbiendo toda su originalidad hasta quemarla, para que pase a ocupar su lugar en el montón de temas incinerados de la entrada. Mira donde pisas, las brasas me mantienen caliente por dentro por las noches.
Llevo mi casa a cuestas.
Cuidado con el primer escalón, todavía hay restos de mi último ataque de ansiedad. Pero si me sigues por esta escalera de caracol, te llevaré al primer piso de metáforas desgastadas y clichés como esta. Rompí el cristal de la ventana de mi habitación hace unas semanas, pero no importa, las flores que cuelgan del balcón hacen que no se vea demasiado. En las paredes de mi cuarto, cuelgan eslóganes en los que intento entenderme y hacerme entender. Las paredes desnudas asustarían demasiado, ¿verdad?
Llevo mi casa a cuestas.
No tengo sótano, pero sí ático. Allí coloco todas las cajas de recuerdos que no quiero querer recordar. El desorden es obvio, pero hay algunas que continúan encontrando su camino a las primeras filas. No, ni se te ocurra intentar cogerlas a pulso, parecen de cartón, pero en realidad están hechas de hormigón. A veces, al moverse, sacuden el suelo y toda la casa se tambalea por unos segundos. Te confesaré que de vez en cuando subo aquí y practico un pequeño ejercicio: sorteo las cajas de hormigón e intento adentrarme en el fuerte formado por el resto para rescatar una caja que no veo a menudo, alguna que ya está desgastada por la humedad y haya empezado a deshacerse por las esquinas. Porque si consigo recordar moverla a tiempo, puedo rescatarla del deshecho.
Llevo mi casa a cuestas.
Antes no mentía cuando decía que no tenía sótano. ¿Para qué? Las cosas prácticas y las cosas que dan miedo, ambas, están todas esparcidas por el primer piso. El baúl para contenerlas que una vez construí casi sin apreciarlo, y que tenía una cerradura tan espectacularmente funcional, hace tiempo que ha estallado por los aires, catapultando todo a su paso.
Llevo mi casa a cuestas.
El tejado está sin acabar, por eso se puede sentir el viento de vez en cuando, pero si te colocas en ese pilar, justo debajo de la marca en forma de equis que hay en la pared, encontrarás el punto perfecto. Es casi un microclima del que a veces me resulta imposible salir, y otras, me es difícil encontrar.
Llevo mi casa a cuestas.
Sé que las cosas no están donde deberían estar. La música no es la que debería sonar. Las vigas pronto se me caerán sobre la cabeza si no aprendo a restaurarlas. Aprender, aprender, enmendar, enmendar. Todo un abismo que absorber, nada nunca en su lugar. No sabía cuando empecé a construirla que requeriría tanto mantenimiento y que las instrucciones se harían trizas contra el árbol más cercano, antes de ni siquiera poder empezar a leerlas. Quizás debería haberme conformado con un pisito de 30 metros cuadrados, pero te enseñan a soñar alto y fuerte. Mis disculpas, no demasiado alto, ni demasiado fuerte. Supongo que por eso me he quedado con la casa a medio construir de la colina. Escucha, si subo la música lo suficiente, ya casi no oigo el crujido bajo mis pies.