Decalcomanía
París. 1998.
Noche tras noche.
Confesión tras confesión.
Empezaste a comprender los secretos que escondía.
París. 1998.
Noche tras noche.
Confesión tras confesión.
Empezaste a comprender los secretos que escondía.
Voy a escuchar nueva música, con el miedo a que tu recuerdo me invada. Hay noches en las que estamos demasiado tristes, la realidad se vuelve retorcida, y no sabes cómo actuar. Hay noches donde el frío viene de tu interior. ¿Qué camino es el correcto? ¿Por qué si estoy actuando bien me duele el corazón? ¿Qué hago contigo?
Para hacer de este relato un relato sonoro, dale al play antes de empezar a leer: Llevo mi casa a cuestas. Es una de esas estadounidenses de estilo colonial y está situada en lo alto de una colina, pero el glamur brilla por su ausencia: las vigas se han astillado y he pintado la madera del porche de tantos tonos que las tablas ya no saben si recibirme con crujidos cantarines o melancólicos al sentir mis pisadas. Llevo mi casa a cuestas. No hay sitio para colgar el abrigo o dejar los zapatos, lo admito, lo dejo todo por el suelo en cuanto cruzo la puerta. Le doy al interruptor y la música empieza a sonar. No me gusta el silencio, no me gusta y ya está. Puede que si tienes suerte, suene la canción de mi nueva obsesión. La escucho en bucle y, como una esponja, voy absorbiendo toda su originalidad hasta quemarla, para que pase a ocupar su lugar en el montón de temas incinerados de la entrada. Mira donde pisas, las brasas me mantienen …
A día de hoy, el mundo, sin duda alguna, es de los sueños. Y que alegría más tonta que Damien Challeze haya conseguido abanderar tan pleno sentimiento.
Sábado noche. Interior de un bar cuyo nombre nunca recordarás. Fuera el frío sigue paseándose entre las calles y se cierne sobre una noche que parece que va a romper a llorar.
Noviembre es un invierno revestido de colores. El número once de una constante. Demasiado largo, demasiado débil, demasiado duro. Demasiado sobrio.
Cuántas veces había paseado por esas mismas calles. Cuántas veces había doblado esa esquina junto al parque. Cuántas veces había quedado con él bajo el enorme reloj que preside el centro de la plaza. Cuántas veces le había esperado pacientemente observando las manecillas de ese reloj.
Llevaba dos días sin comer y no podía pensar en nada más. Las cosas ya no eran tan fáciles como al principio. La gente que quedaba había aprendido a defenderse y las sorpresas y los trucos habían perdido eficacia.
Y como un redoble, entramos los tres en el bar. El sitio no tiene nada de especial, las mismas caras y música de siempre. La cazadora de cuero me está matando de calor, así que decido quitármela y dejarla doblada en el reposacabezas del sofá que se acaba de quedar libre y que mis amigos se apresuran a ocupar.